RESPLANDOR

Nicolás Melini

fotografía de Alby Pérez Hernández, Tuneras de Garafia


Fue un día esplendoroso, de esos en los que la luz de la isla lo hace reverdecer todo y todo es más extraordinariamente verde que nunca. El mar allá abajo estaba como un plato y uno no podía menos que pensar que la vida era así de hermosa y sólo dejaba de serlo cuando ponías mucho empeño, mucho empeño.

Habíamos estado caminando por el campo. De excursión. Sucios del camino, pero contentos. Las chicas que iban con nosotros eran amigas pero nos gustaban, yo creo que a todos, y habíamos pretextado aquella caminata para estar todo el día juntos; no sólo de copas por la noche, donde nada realmente bonito podía surgir.

Entonces llegamos a la casa de mi abuela, una casita rural rodeada de tuneras y pintada de blanco, de verde, de blanco... Así las ventanas, las puertas, las paredes, devolviendo al mundo la luz del sol. Abuela nos daría de beber, los chicos estaban sedientos. Y la mujer podría sentir el orgullo de ver a su nieto con aquellas chicas, de observarlas e imaginar cuál de ellas sería algún día su nieta política.

Nos sentamos afuera, algunos entraron al baño; ellas de dos en dos, aunque luego no cupieron en su interior y hubieron de hacer turno, hablándose a través de la delgada puerta. A mí me divertía que aquellos hábitos que nuestros padres resaltaban jocosamente de las señoras se diese ya en ellas —todos rondábamos los veinte años—, pero así era. Mi abuela sacó refrescos y los chicos se portaron con educación, bromeando con ella todo el tiempo. Algunos ya la conocían y se mostraron cariñosos, la abrazaban y la adulaban y a mí me gustaba verla a ella allí en medio de toda aquella juventud. Se la veía tan contenta y tan orgullosa de su nieto.

Y entonces me cogió por la cintura como ella siempre hacía y me sorprendí sintiendo que la golpeaba brutalmente en el rostro. Su nariz rota, su boca ensangrentada. Tanto que dudé si lo había hecho y volví a mirarla: ella riendo, todos riendo, nadie se había dado cuenta. Había sido sólo un instante, sólo un instante, y nadie se había dado cuenta. Ni ella, que ahora me besaba y me daba un leve cachete en el culo.

Pero a mí se me cambió el semblante. Sentí una fuerte debilidad en las piernas. El cansancio de la caminata, pensé, pero no podía ser eso. Y les dije a todos que había que continuar camino. Había que continuar camino o se nos haría a todos demasiado tarde.