HORMIGAS

Juan Carlos Méndez Guédez

ilustración tomada de Aires abiertos


—Cierro los ojos porque el sol me encandila. La playa es inmensa, muy blanca; hasta las olas parecen brillar como si fuesen mercurio. Luego distingo unos pies que se aproximan a las redes abandonadas por los pescadores. Descubro una hormiga que salta desde la arena, que camina por los tejidos de una red; una hormiga que se acerca a esos pies rugosos, huesudos. Entonces volteo el rostro para buscar a mi padre.

Qué raro, ¿no? Qué raro eso, pero siguieras contando, siguieras adelante, corazón, chamito viejo, chamín, chamurro, le contarás todo, le siguieras hablando, le dijeras por qué cuando ibas a la playa nunca te quitabas los zapatos, amor, por qué te bañabas con zapatos, por qué nunca dejabas que ella te viese los pies, negrito.

—Una hormiga. Una hormiga que avanza muy cerca de unos pies empapados que tienen piel como de arcilla, como de engrudo. Entonces la hormiga se me acerca, y grito, y llamo a mi papá, pero nadie me oye, y la hormiga me está mirando, la hormiga no deja de mirarme.

¿Algo así como un sueño, negrito? Un sueño de esos que una pasa la mañana entera pensando y pensando. ¿No, Juan Carlos? ¿No? Pero qué le contabas. ¿Un recuerdo? ¿Que era un recuerdo decías? Entendieras lo raro que era un recuerdo así. Porque ella pensaría que habías comido un montón de hongos, pero estabas tan chamito en ese entonces, tan pequeño, mi amor. Tendrías cuatro años, ¿no?

—Siempre hice un enlace muy claro. Estuve ese día en la playa y a la mañana siguiente ocurrió lo de mi papá…Yo caminaba por la acera y unos metros adelante apareció mi padre. Lo reconocí porque tenía una forma muy curiosa de moverse, como sacando el pecho hacia delante y moviendo rígidamente los brazos. Comencé a correr hacia él; deseaba contarle lo de la hormiga que caminaba en la playa. La hormiga que no dejaba de mirarme…Corrí y corrí varios metros…. Pero mamá insiste en que estoy equivocado, que confundo las fechas, que fuimos a esa playa muchos meses después. Y no sé… para mí es tan nítida la forma en que se conectan las dos cosas que te cuento. La hormiga que caminaba entre las redes y luego se lanzaba hacia la arena; aquellos pies húmedos, como envueltos en gelatina, como envueltos en una harina pastosa, rancia, y mi papá caminando por la Avenida Sucre.

Siguieras contando, chamito. Le dijeras entonces cómo era el asunto de la hormiga, le dijeras qué pasaba con tu papá. Se lo contaras a ella, porque en todos estos años nunca hablabas de él. Nunca lo nombrabas, Juan Carlos.

—Nada especial. Al parecer lo de las hormigas no tiene que ver con ninguna playa. Me dice mi madre que estábamos de paseo en un río. Habíamos ido allí a pasar el fin de semana y yo estaba en la orilla muy quieto, muy tranquilo. Había nadado un rato, pero al final me quedé sentado en un tronco, como si estuviese cansado. Cuando mamá vino a ver qué me pasaba comenzó a gritar porque yo había colocado los pies sobre un hormiguero. Tenía los dedos llenos de hormigas. Eso sí puedo verlo. Hormigas, hormigas y hormigas caminándome por la piel. Parecía como si tuviese los dedos llenos de costras negras. Entonces mi madre comenzó a golpearlas con una toalla. Soy alérgico, Natalia, apenas me roza uno de esos animales se me hace una llaga.

¿Y por eso venías a la playa con zapatos, negrito, para cuidarte, negrito? Que ella no entendía, que comprendieras que ella no sabía de qué le hablabas, corazón.
—Mamá me llevó al río porque yo había quedado muy triste. Ese día que me acerqué corriendo para saludar a mi papá, él fingió no reconocerme. Siguió de largo, como si no me hubiese visto. Debe haber sido muy incómodo para él. Tenía varias semanas sin visitarme y además iba agarrado de la mano con una muchacha de pelo corto, una rubia con la que se iba a casar meses después, una muchacha que había heredado varios negocios por los lados de Catia. Entonces aparecí yo y él se puso rojo, alzó la cara y se colocó los lentes de sol. Luego lo vi cruzar la avenida en un segundo, apuradísimo, como si tuviese que ir urgentemente a algún lado.

¿Y el río? Ella quería saber, le contaras, negrito.

—Estuve un mes sin caminar. Los pies se me pusieron redondos. Tuvieron que ponerme un montón de inyecciones. Recuerdo que yo temblaba mientras una enfermera me curaba los dedos y los talones con unas gasas llenas de yodo y alcohol. Pero estuve un mes entero en la cama. Mi mamá me cargaba para llevarme a la mesa y yo colocaba mis pies en una almohada. Me dolían mucho, me ardían, como si tuviera tizones entre las uñas y además yo no podía quitarme de la cabeza que mi padre había fingido no conocerme.
Negrito, por eso nunca hablabas de él, chamín, chamarro, por eso ponías esa cara cuando ella te preguntaba.

—No… ya casi no pienso en aquello, Natalia. Ya casi no me duele pensar en ese día. Pero hay algo…hay algo que es más fuerte que ese recuerdo de la avenida, o ese recuerdo de la playa . Son mis pies, mis pies en esas semanas. Unas bolsas, unas bolas de cera, una textura como la de la arcilla. Y es que yo miraba y miraba, y no podía entenderlo, todavía no logro comprenderlo…. Yo andaba arrastrando mi cuerpo con unos pies adheridos en mis tobillos. Esos pies no eran míos, esos pies no podían ser míos, Natalia. Así que desde ese día no me sentí igual, y eso que la inflamación pasó. Me curé. Pero desde ese momento corro, camino, me muevo con unos pies ajenos, Natalia. Desde esa tarde camino con los pies de otro.