EL PERSONAJE QUE SOY

Juan Carlos Méndez Guédez

ilustración tomada de Kuamadomo


1

Noches atrás soñé con la nieve. Creo que es primera vez que me ocurre. Conocí la nieve justo el día en que cumplí veinte y seis años. Un paseo a El Escorial del que retengo la euforia por ese descubrimiento, pero también la aspereza de un gélido dolor de pie.
Catorce años después, aquella nieve, las otras nieves que vinieron luego (en Calabria, en Salamanca, en Madrid), logran traspasar mis noches: como si un blanco plumaje revoloteara en medio de la noche y se posase en la piel, para que el amanecer me descubra resplandeciente, brillante como un campo palpitante de blancura.

2

Pocos minutos después de tomar estas notas leo Ronda nocturna, de Majaíl Kuráyev. “Siento una mortal adoración por las noches blancas”, dice en su escueto y lírico inicio. El resto de la novela me genera una impresión confusa. Un personaje sólido, muy bien construido. Un policía siniestro que se nos muestra en su más íntima humanidad, alelado por el canto de los ruiseñores, y disertando sobre el placer de comer un cierto tipo de pescado con un buen sorbo de cerveza. Pero cada tanto me tropiezo con inmensas descripciones de ciudades y edificios, entonces me extravío entre paredes, ventanas, techos. Recuerdo el consejo que Borges recibió de su padre: si no entiendes un fragmento, o no te gusta, o no lo soportas, sáltatelo sin culpa ninguna. Lo vengo desarrollando desde hace varios años, mucho antes incluso de leer que Borges se saltaba trozos de libros. Ahora mismo mis ojos brincan páginas hasta que vislumbran que esa mirada que detiene la novela se borra y deja paso de nuevo al personaje.
Al cerrar el libro sólo retengo como un fogonazo ese inicio de la nieve.

3

Comienzo a leer El príncipe negro, de Iris Murdoch. Percibo un arranque excelente en el que el humor y la profundidad se enlazan con naturalidad. Luego contemplo al personaje protagonista obsesionado con juntar creación artística y verdad. Experimento una melancólica distancia. Tiempos aquellos en que un escritor podía pensar que la belleza, que la forma narrativa impregnada de belleza era el camino a la verdad.
Ahora la verdad sólo puede escribirse en minúsculas, como un deseo al que a veces se accede desde la belleza. Una verdad parcial, un destello, una posibilidad entre otras. Una verdad que a duras penas logra servirme como una especie de salvavidas personal, intransferible, y que tal vez consiga de tanto en tanto, muy de tanto en tanto, la complicidad de algún lector.

4

“Para escribir un diario hay que merecerlo". Leo esa frase en una novela de Cortázar que desconocía por completo. Luego subraya el narrador: "Si hubiera vivido bien, si esto por donde me muevo fuera sólido y no la jalea autocompasiva que me encanta comer". Tal vez la escritura de un diario, de cualquier texto autobiográfico es el fondo la excusa para alcanzar un cierto virtuosismo en el vivir. Mejorar la existencia para que la escritura progrese. Y tal vez por eso sospecho de muchas de mis notas. Intuyo en ellas la jalea de la autocompasión; debería ser más feroz con el personaje que soy cuando me escribo y me leo en estas páginas. Pero ¿tendré valor? La escritura es miedo y la escritura sobre uno mismo es miedo susurrado dos veces como la palabra miedo. Y sin embargo, quedan fuera de estas notas tantos dolores cercanos, tantas noticias terribles que viajan por teléfono desde la madrugada venezolana hasta estallar en mi oído.
No lo sé. Pareciera que para estas misceláneas es mejor aproximarse al miedo abstracto, al miedo que sólo parece la silueta del miedo.

5

Dice Kafka: “A partir de cierto punto ya no hay vuelta atrás. Hay que llegar a ese punto”.
Así la escritura de una novela, pienso. Hay que alcanzar en la escritura ese punto en que resulta imposible devolverse o quedarse detenido.

6

Continúo leyendo los aforismos de Kafka. “En la lucha entre el mundo y tú, ponte del lado del mundo”, subraya en algún momento. Luego miro un retrato suyo. Un retrato que es todo orejas, orejas insolentes, inabarcables, ratoniles. Pienso que esas orejas fueron en sí mismas un desacuerdo con el mundo; y que el mundo luchó contra Kafka por la estridencia de esas orejas.
De no ser por esas orejas no habríamos leído nunca La metamorfosis.