FUE A PARTIR DE WILLIAMS

Blanca Riestra



Fue a partir de Williams que la carretera empezó a enrojecer y luego cayó la noche como un sudario sobre el desierto de Arizona. Pero, Benny Gonsales, no se dejaba vencer rápidamente por el sueño. Cambió el dial, dio un trago a la lata de Doctor Pepper que llevaba junto al cambio de marchas, encendió un Indian Spirit, con una calada profunda, bajó las ventanillas y, cuando una ráfaga de aire fresco de la noche le golpeó en toda la cara, no pudo evitar sentirse feliz. En la radio pasaban un bolero muy lento que hablaba de traiciones y de penas infinitas, luego una canción de Barry Manilow y luego algún gran éxito de José Feliciano. «No sé qué tiene la pinche música —se dijo— pero es como si lo cambiase todo». Este era su primer viaje como truck driver, y aún el cansancio y la desidia no habían hecho mella en él. El trailer, pensó rascándose el cogote con la mano izquierda, era de una belleza serena, con grueso cuerpo blanco y los tubos que rodeaban la cabina. «Conducirlo es como cabalgar un animal prehistórico» —pensó y luego pensó en la gruesa grupa de Rosario cuando se inclinaba para recoger sus calzones del suelo y suspiró.

Mientras tanto, en un pequeño pueblo cerca de Ácoma, en la falda de la montaña, la noche caía de manera aún más dura, como una pelota de piedra sobre los riscos. Una vieja sentada en la puerta de la casa muy pobre, prefabricada, con baños de plástico, helada en invierno y asfixiante en verano -cuando los elementos bailaban como matachines por la ladera-, calcetaba una manga muy larga viendo pasar las caravanas de autos atravesando en la distancia la tierra roja. Estaba un poco sorda y sus pensamientos eran muy ruidosos. Por eso no oyó a Jewelleen, allá en el cuarto del fondo, mientras buscaba por todas partes la bolsa de deporte y metía dentro un par de mudas, un par de camisetas, una negra y dos de color encendido que enseñaban el nacimiento de su pecho y que guardaba para las ocasiones especiales.

Jewelleen dio una vuelta entorno a sí, la casa olía a humedad y a tierra. Sobre la mesa de la sala el cenicero rebosante de colillas, las muñecas katchinas en la estantería de la tele y el manto de ceremonias del abuelo colgado de dos alcayatas de una manera que a ella siempre se le había antojado muy triste. Abrió la puerta de atrás y presintió el ronroneo de la troca del padre que llegaba desde Gallup, a última hora del día como siempre, pero Jewelleen hizo caso omiso. Nadie la vería salir por el camino de la fuente que llevaba justo a la interestatal y donde podría hacer autoestop.

No fue difícil abrirse camino por entre las retamas y los espinos, conocía cada palmo de aquella montaña de memoria, hubiese sido capaz de llegar a la carretera con los ojos cerrados, sin siquiera la ayuda de la luz rojiza y espiritual que le daba dolor de corazón. No sabía bien qué dirección tomar y no tenía muchos dólares, sólo un par de billetes de cien en el bolsillo del vaquero. ¿Cuanto aguantaría? Caminó largo tiempo mientras las urracas voleteaban sobre los árboles y hubo un sonido de grillos resonando cada vez más potentes en la noche. Hasta que llegó y vio pasar, cerca del diner, los coches a 60 millas por hora, quizás más, con los faros encendidos, y distinguió a un niño pequeño asomado a una Lincoln, dos chicas jóvenes en descapotable, una familia de chicanos que se había parado en el arcén de enfrente esperando a que el padre terminase de mear tras un arbusto. Luego de pronto la carretera quedó vacía y Jewelleen se sintió sola de nuevo y decidió cruzar al otro lado y tomar el este, en dirección a la ciudad lejana de Albuquerque. Nunca había estado en Burque pero llegaban de vez en cuando rumores a Ácoma sobre bares perdidos y películas incesantes y pendejadas de rifles cerca de Los Lunas.

Benny Gonsales acababa de sacar el brazo izquierdo por la ventanilla como si la noche oscura pudiera arrastrarse con la mano. Y fue a la altura de Little Rock cuando vio el bulto en la cuneta, era a una chica que dormitaba sobre una bolsa, gordita y muy morena, y vio el cartel iluminado por la farola del Seven eleven o de Wendy o quizás de Love. Decía “going to Burque”. Y entonces, como estaba bien de tiempo, decidió detenerse para tomar un bocado. Y Benny Gonsales aparcó el monstruo detrás de la gasolinera. Y luego, con la hamburguesa entre las manos, vigilando todavía el perfil de la niña a través de la ventana del diner, pensó que podría invitarla a subir y acercarla adonde fuera. La miró de nuevo, era una cría, quizás estuviera todavía en el High School, con las trenzas de nativa americana y una camiseta negra de Aerosmith o de Guns and Roses. Algo semejante al respeto se le subió a la cabeza y pensó que era el aire burbujeante de la noche. La camarera con un alambre en los dientes le rellenó la taza de café. El pensó que la llevaría adonde quisiera ir. Al fin y al cabo, los trailers están hechos para escapar. Acarició en el bolsillo de su saco la pistola.