CON OTRA MÚSICA A ESTA PARTE

Nicolás Melini


III Congreso de Poesía, La Laguna, Tenerife, 2006

ilustración tomada de Tapera


Primero fue Garcilaso, claro, el inventor:

“Aunque en el agua mueras,
canción, no has de quejarte,
que yo he mirado bien lo que te toca;
menos vida tuvieras
si hubiera de igualarte
con otras que se m’an muerto en la boca.”

Y también Góngora, y Quevedo. Entre los tres una maraña de forma, música y sentido que te atrapa, y que otros poetas continúan tejiendo. Esa es la poesía que me asió para el oficio de la escritura. Esa fue la poesía que me informó de lo que tenía que hacer en la vida; Fray Luis y Lope.

Luego vinieron otros. Del 27, Aleixandre, por ejemplo.

Pero, centrándonos en el último tercio del siglo XX —pues hacer largo el relato no es lo que toca—, empezaría nombrando a Juan Luis Panero, por su contención, la precisión de su técnica, su rigor y su madurez (aunque es cierto que su hermano Leopoldo ha sabido vender mejor su genialidad), y luego Valente, claro, que tanto te toca una neurona no usada como te inunda de una ingenuidad de pensamiento que sonroja. Ambos tejiendo, y tejiéndome en la telaraña, y definiendo verso a verso —respaldados por extensa tradición— lo que es la poesía. De La Experiencia, varios; disfruté leyendo a Benítez Reyes, y, últimamente, mucho, a Vicente Gallego.

Antonio Martínez Sarrión, Luis Antonio de Villena, Luis Alberto de Cuenca, Guillermo Carnero…

Como lector tengo que manifestar el enorme placer que me ha producido la lectura de todos ellos; los poetas de nuestra tradición.

Quisiera, no obstante, apuntar que entre García Montero y Fray Luis de León no encuentro tanta diferencia. Al menos técnicamente no. Juegan a la poesía con las mismas reglas del juego, como todos los poetas antes citados. La poesía española es una sola cosa, nítidamente definida, con un canon preciso, que sirve de brújula a los principales sellos editoriales. A menudo se publica en España a jóvenes autores no muy dotados para desarrollar su expresión poética según este canon formal, pero que lo cumplen. Probablemente a los que no lo cumplen no se les juzgue con tanta benevolencia. Es entonces cuando uno piensa que se sobrevalora cierta manera de hacer las cosas, siente nostalgia de un poeta que haga saltar por los aires esa tela de araña (como Garcilaso), inventando una nueva norma, y se pregunta por qué tanto tiempo dedicados a lo mismo, por qué seguir enmarañados, contando sílabas.

Tengo para mí que los poetas españoles han preservado la querencia de su clasicismo formal mucho más allá en el tiempo que los poetas anglosajones, por ejemplo —especialmente los americanos—, y tengo la sensación de que en Latinoamérica los poetas han roto amarras, como quien dice, hace bastante tiempo. Así que las cosas podrían ser de otra manera.

Claro que, en otras ocasiones, aparece un poeta excelso, capaz de desplegar toda su invectiva en el uso de los recursos de nuestra poesía, actualizándolos, renovándolos, etc. (¡Eugenio Montejo!), y entonces nos relajamos y… disfrutamos.

Como poeta, tras años de búsqueda y pequeños experimentos, me encontré con Cuadros de Hopper, un libro surgido de la necesidad perentoria de decir, sin invención ni artilugio ni retórica clásica, radicalmente prosaico, épico y cotidiano, un melodrama, algo más que realista, escrito en la certidumbre de que no escribiría nada nunca más, y, sobre todo, olvidado de Garcilaso y nuestra métrica, porque lo que quería trasmitir, sencillamente, precisaba de otra música, no la del endecasílabo ni el alejandrino ni el octosílabo (que, al fin y al cabo, siempre sonará como tal), sino esta que pende del mero encabalgamiento, de la prosa expresada con un determinado tono y una fuerte voluntad de honestidad, y de la capacidad para generar en el lector la ilusión de ver, nítidamente.

Las decisiones formales no las tomé por ningún afán deliberadamente rupturista —aunque tampoco fuera del todo inocente al realizarlas—, sino, más bien, por acomodar el contenido del libro que me urgía escribir. Pero en cuanto lo publiqué pude testificar con los lectores lo que allí se producía. Algunos entusiastas del libro se acercaban para decirme que Cuadros de Hopper les había emocionado y desconcertado; que, a pesar de no ser lectores habituales de poesía, este libro de poesía les gustaba; aunque tampoco estaban muy convencidos de que fuese un libro de poesía, y sin embargo eso no les preocupaba, daba igual.

Poco a poco, pude ir haciéndome una composición de lugar más o menos precisa de lo que a mí realmente me importaba: hasta qué punto aquellos lectores que habían disfrutado del libro habían leído el libro que yo había escrito, el que quería que leyeran. Y la verdad, sí. Habían encontrado en él todo lo que me había conmovido al escribirlo.

Sin embargo, los poetas con los que pude hablar sinceramente del libro tenían opiniones distintas que aquellos. Varios me hicieron la observación de que el libro, sencillamente, debería haberlo escrito en prosa. Y la verdad es que hice la prueba. Hoy es fácil, con un ordenador… Leí obedientemente mi propio libro en prosa y comprobé que no trasmitía en absoluto lo que yo quería. No era el mismo libro y, además, era un libro, a mi juicio, malo. Las emociones que el libro trasmite dependen —además del carácter prosaico de todo él y de su narratividad— de esos versos desmedidos, o, lo que yo digo, de la mera decisión de interrupción o encabalgamiento, según el caso.

En diversas ocasiones le he explicado a algún poeta amigo que no creía en la música de la métrica para ese libro, y la respuesta ha sido que eso es, sencillamente, porque no sé. Qué soberbia, ¿no? Alguien, incluso, me regaló cariñosamente un manual de métrica española. Y un buen amigo, estupendo poeta barroco, me dijo que mis poemas le habían inspirado una sección de su nuevo libro, y me lo dio a leer. Curiosamente, los poemas de su nuevo libro, supuestamente inspirados por los míos, ¡los ha escrito en prosa! Así que yo escribo un libro de poemas “radicalmente” prosaico, y, en su bien intencionado homenaje lo que le inspira es lo mío pero “correcto”, domesticado en la corrección estilística.

Me pregunto si no podría calificarse a estas actitudes de conservadoras; traer a la norma lo que ha nacido radicalmente fuera de ella; meterle los pies dentro del tiesto a quien los ha sacado.

Lo que he podido comprender acerca de Cuadros de Hopper, gracias a estas y otras conversaciones y anécdotas con poetas, es que, por alguna razón, no aciertan a leer el libro que he escrito. La poesía, para ellos, es una cosa; ahí está el canon, preciso, pasa por la métrica. Al encontrarse con este libro sus ojos no enfocan sobre las letras. Esperan un plano de lectura, el plano de lectura acostumbrado; en muchos casos, no existe la capacidad de acomodar la vista a esa escritura, asimilar unas reglas del juego distintas. Y es una pena, porque sólo hay que leer, sin más, pero sobre todo sin esperar nada concreto, sin prejuicios; yo, por mi parte, estoy dispuesto a convenir con quien quiera, incluso, que mi libro no es un libro de poesía, si así su conciencia se tranquiliza y es capaz de leer lo que he escrito, entrar en las reglas del juego del libro y no escandalizarse porque no sean otras.

Dos años después publiqué Adonde Marchaba, un libro titulado así por ser una selección exigente —y por tanto muy escueta— de mi poesía anterior a Cuadros de Hopper; o sea el lugar al que yo creía que marchaba (Adonde marchaba) toda ella.

Poco a poco pude ir percibiendo cómo mis amigos poetas se serenaban (yo creo que respiraron tranquilos al ver que, al fin y al cabo, no era un tarugo). Este libro sí lo comprendían, les parecía bien. Los que me habían sugerido convertir en prosa Cuadros de Hopper, me alababan algunos poemas, me decían que en el libro había esta o aquella “cumbre”. Incluso, un gran editor y poeta me llamó para felicitarme. Se trataba de Jesús Munárriz: “Me ha gustado mucho. El otro libro no, comencé a leerlo y tuve que dejarlo, me pareció excesivo, pero este me ha encantado”. Acababa de recibir el libro, lo había leído y me había llamado sin conocerme de nada.

Todo hay que decirlo, Adonde Marchaba comienza con una estrofa en la que hay varios endecasílabos. Es un libro que se encuentra, relativamente, en la maraña de nuestra tradición poética.

Y sin embargo, a los lectores entusiastas de “Cuadros de Hopper”, aquellos que habían alabado su singularidad, “Adonde Marchaba” no les gustó en absoluto: “Es poesía como la poesía de siempre, la que hacen todos los poetas”, me comentó uno. “Esta es la poesía que no me gusta”, me dijo otro. Estaban decepcionados. Se sentían, de alguna manera, traicionados.

Alguno pensará qué incultos esos lectores, incapaces de leer poesía “de verdad”. Pero, si es así, aún deberán convenir que los poetas y lectores de poesía “verdadera” se han manifestado torpes al enfrentarse al libro prosaico. Y que lo extraño no es que un lector no habituado a leer poesía culta encuentre dificultades a la hora de disfrutar de esta. Lo doloroso es que un lector culto no acierte con una lectura sólo porque ésta se salga de la maravillosa maraña de la poesía española. Muchos poetas me confiesan —por ejemplo— ser incapaces de disfrutar con un libro de poesía traducido de otro idioma; un libro que difícilmente puede ceñirse a nuestra métrica. Estos poetas, lectores cultos de poesía, se pierden a Anna Ajmatova, Philip Larkin, Sylvia Plath, Raymon Carver, Cesare Pavesse y Wislawa Szymborska, y, por supuesto, ignoran “cultísimamente” su magisterio a la hora de escribir su propia poesía.

Tal vez esta sea una de las razones por las cuales, en la poesía española, aparece tan poco lo urbano; se atiende más al pensamiento, la ensoñación y la indagación en “mundos supletorios” que a la vida de las personas; la palabra es más importante que la realidad. A veces resulta más eficaz y se obtiene mayor rédito literario haciendo un simple juego de palabras (lo suficientemente artificioso como para resultar poético o literario), que “diciendo” con honestidad. El conservadurismo —de la norma— y el provincianismo —de esa norma inmersa en un conjunto más amplio de la poesía en español, pero también de esa norma en el marco de la poesía mundial— es tal, que difícilmente alguien se atreverá a sacar los pies del tiesto. Y, por supuesto, acaso nadie acierte a espetarle a “la tradición” aquellas lindezas que Bukowski le profería a los poetas académicos de su país, a los que enseñaban literatura inglesa en las universidades americanas y andaban publicando sesudos estudios en revistas y recitando sus paupérrimos poemas allí donde hubiere unos oído incautos, predispuestos a maravillarse con un par de versos lo suficientemente Shakesperianos.

Esto pasaba hace 50 años. Pero aquí Bukowski aún no nos ha sucedido. Seguimos sin encontrar, en poesía, los sonidos de nuestro tiempo. Cómo es nuestra música ahora. ¿La misma de siempre? El mundo en que vivimos, ¿no merece una nueva norma, específica, singular? Esta me parece una de las principales batallas que debe librar un poeta hoy. La batalla de lo formal.

En mi caso, he optando por lo “radicalmente” prosaico. El término “radical”, tan en boga aplicado a la creación, se me antoja aquí imprescindible: si tomamos una dirección hay que hacerlo para llevar las cosas hasta su extremo más elocuente, hasta el abismo.

Lo que me importa en poesía es, cada vez más, ver nítidamente; presenciar, estar ahí, como ante el mundo. La sensación de verdad de una imagen producida a partir de la palabra puede ser poesía. La mirada es para mí más importante que la capacidad de sugestión de un verso. Al no estar sujeta a regla métrica alguna, la mirada puede volar, es libre y, sobre todo, es la que yo quiero, la que yo necesito decir por encima de todas las cosas.

Imaginar es terreno de lector. Pensar es terreno de lector.