MURAKAMINANDO, ENTRE LÍNEAS DE HARUKI MURAKAMI

Ernesto Pérez Zúñiga




Fue Ednodio Quintero. Si hay alguien que nunca se equivoca recomendado un libro, si hay alguien que nunca se equivoca recomendando a un japonés, es él, fue él en uno de sus viajes a Madrid. Hoy, que vive en Japón, sigue siendo él quien comienza esta conversación sobre Murakami.

-¿Eres murakamiano?

-No tanto como Calisto era melibeo, pero sin duda soy murakaminante. Muchas veces he caminado al pozo de El pájaro que da cuerda al mundo y, sin duda, he caminado junto a Johnnie Walken. Soy un personaje de Murakami. Habito una casa transparente y, aunque no tendría porqué estar solo, prefiero permanecer así porque estoy buscando. Los renglones que habito están perfectamente limpios, dentro de una novela de sabia estructura. Aún así, hay algo que no funciona. Me asomo por la ventana. En el jardín de la casa de enfrente sigue la misma chica tumbada en su hamaca. Sé que detrás de los árboles pueden aguardarme dos soldados que quizá me conduzcan al lugar sin tiempo.

Porque a pesar de todas sus apariencias de silente normalidad, el tiempo es otra cosa. Cocino. Limpio con cuidado. No ahorro la descripción de los detalles, pues para Murakami es importante que a las palabras fluya la misma cotidianidad meticulosa de la vida. Sin embargo, insisto, hay algo en el tiempo que no funciona. Un mundo quebrado. Una omnipresencia de la mente capaz de sorprenderme tanto como la primera vez que leí Continuidad de los parques hace veinte años. Estoy sentado en un sillón. Ahora es la ventana la que me observa. Hace veinte años.

Si salgo a la calle, en efecto sé que voy a caminar por algo más que mi calle. La calle es la de siempre, siempre ha sido la de siempre, pero es que hasta ahora no me había dado cuenta de que siempre ha sido otra cosa.

Es cierto que aquí y allá se levantan en su sitio los elementos que pertenecen a mi conciencia y, yo diría, también a la conciencia de los demás. Pero, además (y sin embargo, no aparte), pasean los elementos del inconsciente que no son exclusivos de mis preocupaciones sino, más bien, proyecciones de preocupaciones compartidas. ¿Por algunos, por muchos? Aquí vuelvo a dudar. De lo que sí estoy seguro es de que se comportan con perfecta naturalidad. El pozo. El bosque. La niña que aparece de noche en mi estancia y, de día, es la bella mujer que va a morir. El asesino de gatos que sale cada noche de la boca de mi corazón. La facilidad con la que atravieso un muro, o la pared de un cráneo, para sumirme en la penumbra ajena, que hago mía, puesto que en ella me hago mío, yo.

Eso es lo que más me gusta de Murakami: la maestría con la que invita a todos los fantasmas de nuestro inconsciente a personarse en los alrededores de mí, en mi propia casa, como si nada, personajes de una novela que uno podría llamar “realista” por su dibujo interno (un arte de pintura figurativa) y que, sin embargo, se funda en un concepto de realidad que abarca la totalidad del sí mismo: la lucidez y el sueño, las proyecciones de una imaginación que sonda las cosas del otro lado, y el retrato de las personas solitarias que, vestidas en grandes almacenes, pasean por las calles de la ciudad moderna o pisan el acelerador de un deportivo blanco. En lo que a mí respecta, prefiero ir andando, al menos mientras siga teniendo la posibilidad de murakaminar.