PRINCE OF PERSIA

Juan Carlos Chirinos




He detenido mi búsqueda sólo para dejar constancia de que lo descubrí. Al hallar el computador, en el nivel 4, tras los dientes metálicos, percibí todo con una lucidez que regularmente no tengo (no me avergüenzo de esto: recibí otros dones que me han servido en la carrera). Lamento, sin embargo, no descubrir el objeto de mi búsqueda; eso ya no importa: concluiré estas líneas para esconderlas dentro de una de las botellas de vida, a ver si algún otro (yo mismo en otros bytes) las localiza y logra entender todo con mayor precisión. Me limitaré a hacer una detallada bitácora de mi recorrido hasta el momento presente; y seré preciso, breve. No puedo asegurar que no estén tras mi pista.

Me encuentro en un país árabe, no sabría decir cuál. Lo adivino por los turbantes y el acento gutural de las víctimas que he dejado atrás; por los arcos orientales, por lo morisco; por las trampas de púas, por las antorchas. Llegué joven, con cuatro vidas y deseos imprecisos. Mi único placer consistía en recorrer las galerías y beber de las botellas rojas y verdes. Mi juventud fue acrecentándose como alimento marino, como saltos incalculables, como duelos mortales. No pocas veces fui herido; pero siempre vencí, desde luego. He encontrado los restos de mis predecesores —cabezas, fémures—; ellos no llegaron hasta este punto, así que puedo considerarme el primer occidental en tipear estas tierras.

En los inicios —niveles 1 y 2— podía dar espectaculares saltos, me dejaba perseguir por los infieles y luego transpolaba el vacío. Después descubrí mi capacidad para flotar como una pluma. La primera vez caí —asco— en un vacío de ratas y huesos viejos. Me creí perdido. Grité, arriesgándome a delatar mi posición. Mi agilidad, mi fuerza, permitieron que encontrara el ladrillo justo que abre la pared hacia la libertad. Un tenue rayo bañaba los esqueletos: azulado como no había visto antes; la luna entraba por un tragaluz y pude ver por única vez el espacio exterior.

Después de eso, mi vida se limitó al inmenso espacio de bóvedas y castillos subterráneos. Bien hubiera podido ser rata. Me acostumbré a la iluminación de las antorchas de la pared: tal vez por ello el reflejo lunar llamó tanto mi atención. Aquella observación me permitió descubrir dos cosas. Entre los esqueletos, algo brilló, hiriente. Sin olvidar mi náusea, revolví los despojos y el fondo me deparó una alegría, un hermoso tesoro: mi Singsword mortal. La ceñí a la cintura. Salí del nicho y una intuición me permitió llegar al segundo descubrimiento: en algún nivel —los más altos, el 8 o el 10— los corredores tendrían una salida hacia la ciudad. De saberlo, ni espada ni luna hubieran perturbado mi calma. Sigo recorriendo pasillos y dando saltos...

Interrumpí mi narración un instante. Entre una línea y otra no parece haber transcurrido mucho tiempo, pero el jadeo con que continúo revela lo contrario. Sólo que no lo puedo transmitir en esta pantalla. No hay manera de que se note mi grafía cansada, pero los tres puntos serán suficientes para hacer el corte temporal. Debería concluir la frase que dejé en suspenso diciendo: «Sigo recorriendo pasillos y dando saltos... o la muerte», porque en el preciso instante en que escribía un árabe me atacó por la espalda, con la esperanza de sorprenderme. Me hizo una herida, pero todavía me quedan cuatro vidas. Pude reaccionar y matarlo, más por el susto que por la fuerza que tanto me costó. Ahora yace a mi lado, parece que durmiera. La herida me sangra, pero yo sé dónde conseguir el remedio: hay una botella, en algún nivel que todavía no bebo.

También en aquel nivel me atacaron sin piedad. Temiendo la llegada de otros, huía a todo galope, efectuando el camino más complicado, por si acaso querían tomar venganza, lo cual daba yo por seguro. Corrí, salté, bajé, subí, huí; caminé, esquivé, ascendí; huí. Jadeante, me topé con una de las botellas rojas y me alivié. Descubrí que el líquido de esta botella resultaba un inigualable medicamento para las heridas. La pierna gangrenada, rasgada por el filo de la Ondulante Espada mora, cicatrizó casi por efecto prestidigitador. La Espada Ondulante, ahora en mi poder.

Producto de la soledad, o quizás por instinto del premio, en cada combate me apropio de la espada del vencido, dejándole incrustada, como constancia de mi victoria, la hoja con que le despojaba de la vida. Una cosa he de decir, en descargo de mis adversarios: ninguno rehusó la lucha: mantenían, como perros fieles, su posición. No fueron pocas las ocasiones en que, herido por las filosas armas, intenté huir; pero un impulso de muerte me obligaba a estar en guardia. Más bien una necesidad de husmear cada rincón de los pasillos. No puedo negar, sin embargo, que estos soldados de Alá poseen el magnético poder de hervir nuestra sangre con el fuego del odio. Digo magnético porque estas ansias de luchar sólo cubren un espacio determinado en derredor del enemigo. Mi adrenalina subía exactamente a los dos metros de distancia. Sólo así era capaz de sacar mi Singsword. Y, ¿podrá alguien creerme si digo que nunca crucé una palabra con ellos, un gesto o una amenaza? Peleábamos como funcionarios que cumplen mecánicamente su trabajo, como el perro ovejero y el lobo de las comiquitas que, a las seis, cambian de turno y marcan tarjeta,

—Hola, Sam. (¡click!)

—¿Qué tal hoy, Moe? (¡click!).

Debía acabarlos y ellos a mí, eso es todo. Mi odio por ellos era una agrupación de bytes ordenados para esa función.

Cuando conseguí la espada grité; ahora se entiende por qué saben dónde estoy. No me importa que me persigan, pero hubiera sido mejor pactar con ellos. No obstante, el sentimiento de ira bajaba de inmediato apenas vencía al contrincante, y enfundaba plácidamente mi nueva Singsword. Podía entonces, como lo hago ahora, ignorar la presencia de su cuerpo descompuesto, devorado por ratas que nunca vi. Esto me hizo llegar a la conclusión que es el impulso de mi escritura: entiendo la lucha entre los árabes y yo como el primer eslabón de la cadena en cuyo cabo me encuentro.

En el octavo nivel, los contrincantes se volvieron más y más fuertes; tuve que dejar mucha sangre regada antes de llegar al vestíbulo previo del final del camino. En el salón donde se encuentra la razón de mi búsqueda, está una princesa. Sé que quedan cinco minutos para salvarla, quién sabe si la matarán. Debo enfrentarme, ya lo he visto, a un soldado prácticamente invencible. Incluso ya había comenzado a dar las primeras estocadas.

Hasta que sentí el destello.

Cobardemente, abandoné la habitación, a pesar de los ruegos de la princesa —trampa, pura trampa— y vine a este computador en el cual me he sentado a consignar la historia. El que yace a mi lado es el guardián de la princesa. Nunca sabrá cómo lo maté. Ya no queda mucho tiempo para que toda la arena esté de un solo lado. Debo esconder este manuscrito antes de mi transformación. La solución, si la hay, es no salvarla, sino convertirse, como me he convertido yo, en su guardián; para ello hace falta valor y un poco de suerte.

Y tú, que lees, ávido, gira hacia mí, presto, y desenfunda tu espada: Singsword llega para matarte (Game Over).

de: Leerse los gatos (Caracas, 1997)